Serigrafía Silk screen print Serigrafia
27.94 x 21.59 cm
Las heridas de mi ciudad son heridas en mi cuerpo.
Las heridas de mi cuerpo son heridas en mi ciudad.
Mi ciudad no es sus construcciones, sino la trama de mi historia que voy tejiendo en los hilos de sus sitios, desde el flujo de mi respiración, en cada movimiento.
Mi ciudad deja de ser un espacio en blanco cuando la recorro, la cruzo, la sufro, la vivo.
La ciudad se convierte en mi ciudad desde el momento en que reconozco que la amo y la detesto.
Mi ciudad y yo intercambiamos la misma superficie. Cada una de sus heridas me atraviesa.
Y nunca es más evidente que cuando un sismo la destruye.
Sus heridas son mis heridas. Mis amigos, mis recuerdos, mi vida están tatuados en sus departamentos, sus oficinas y sus calles. En sus cafés y sus plazas.
Hoy, mi vida ha quedado suspendida en la fragilidad de sus edificios derruidos, en la vulnerabilidad de sus espacios amenazantes, en la certeza de los hogares destrozados que dejan de ser tragedias ajenas para asimilarse a la pérdida más personal e íntima.
Los rescatistas, las heridas, los dolientes, mis amigas, los nombres desconocidos que hago míos y por los que rezo cada día, me revelan un secreto ya sabido: somos nuestra ciudad.
Y ahora se desangra. Me desangro.
Me quiebro.
Nuestro refugio, nuestro remanso, nuestro nido, nuestro cobijo gritan.
Y nosotros secretamos de golpe esa angustia, ese temblor, esa ruina y todo el dolor con el que nos abrazamos.
Nos preguntamos si el dolor entiende de correspondencias, puentes, entendimientos ocultos.
Dos días antes del horror telúrico, sin saber lo que nos depararía otra vez el día 19 de septiembre, habíamos marchado en sus calles para señalar una falta, un vacío no reconocido.
Marchábamos para acabar con el silencio, para hablar de la invisibilidad, para honrar tantas muertes violentas de mujeres en México.
Marchábamos para hacer presente ese espacio en blanco en los discursos, ese agujero en la memoria, ese paréntesis.
Una ausencia incontable, numérica, moral, vital, doliente, enorme.
Una ausencia silenciada.
Nuestra marcha intuía, sin duda, esas heridas que cada muerte femenina infligía en la ciudad. ¿Ciudad? Qué más da: Ecatepec, Ciudad Juárez, Ciudad de México, Puebla, o si nos vamos a lo grande: Guerrero, Nuevo León, Chihuahua, Estado de México.
Las heridas de los cuerpos la atraviesan. Las grietas, las llagas, la crueldad –aunque enterradas en fosas, en cunetas, aunque no sean vociferadas por las voces públicas- descuartizan nuestros muros, nuestras casas, nuestras plazas.
Cada vez que una mujer sufre violencia, cada vez que un cuerpo es violentado, segregado, excluido, extenuado, maldecido o ilegalizado, nuestra ciudad sufre.
Las heridas del cuerpo también lo son de la ciudad.
Y aquí queríamos llegar.
¿Cómo podemos cuidar de nuestra ciudad, cómo podemos reconstruir ciudades que nos cuiden?
Las ingenieras, los abogados, las médicas, los periodistas son necesarios, pero solas no saben, no pueden o quizás no quieren.
Tenemos que ayudarles. Tenemos que explicarles. Tenemos que exigirles.
Cada remate, cada tapia, cada fisura es un desgarro insoportable.
Cada lágrima, cada suspiro es un pilar donde se puede imaginar la ciudad de todas, la ciudad de los vulnerables.
¿Será posible hacer de la ciudad un lugar donde se valga explorar otras formas de habitarla? ¿Llegará el momento del saldo en ceros de los cuerpos?
Inés Sáenz